En Islandia el hielo se encuentra con el fuego en un paisaje de glaciares, volcanes y auroras danzantes, donde cada rincón parece sacado de otro mundo y el silencio de la naturaleza crea un reencuentro con lo más profundo de uno mismo.

Viajar a esta isla remota del norte del Atlántico es adentrarse en un mundo donde los elementos hablan. Tierra y fuego conviven en armonía en un paisaje que cambia a cada paso: desde pueblos pesqueros llenos de color y calma, hasta glaciares que brillan como espejos helados bajo un cielo inmenso. Es una tierra de volcanes dormidos —o no tanto—, de géiseres que brotan como suspiros de la Tierra, como el gran géiser de Geysir, y de aguas geotermales que invitan al descanso, como las de la famosa Laguna Azul, donde el vapor se mezcla con el silencio. En verano, el sol de medianoche lo cubre todo con una luz dorada que nunca se apaga, y en invierno, el cielo baila con colores imposibles.

Aquí se vive una naturaleza desbordante, salvaje, casi irreal. Porque este no es un viaje cualquiera: es una experiencia que transforma. Reikiavik será tu punto de partida, pero lo más inolvidable empieza más allá: dormir junto a una cascada en el Parque Nacional Skaftafell, relajarte en aguas termales escondidas en un cráter nevado, avistar ballenas cruzando el horizonte o recorrer los hielos infinitos del Parque Nacional de Vatnajökull, donde se encuentra la laguna glacial de Jökulsárlón, con sus enormes icebergs flotando en silencio hacia el mar.

Conducir por la Hringvegur, la carretera circular que bordea la isla, permite detenerse en rincones escondidos, atravesar campos de lava o descubrir la riqueza intacta de los fiordos occidentales y orientales. La península de Snæfellsnes, con sus volcanes y playas negras, condensa en pequeño toda la magia de Islandia, mientras la ruta de Fimmvörðuháls, entre glaciares y lava, regala una de las caminatas más espectaculares del país.

Y cuando llega la noche ártica, las auroras boreales desplegan en el cielo su danza de luces verdes, violetas, blancas y rojas. Un espectáculo ancestral que para los esquimales sigue siendo un instante  mágico y sagrado.

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Entre mayo y agosto, con temperaturas más agradables y muchas horas de sol.